Reproducimos a continuación el artículo de Francisco Delgado publicado en laicismo.org.
Sin tener en cuenta la gran cantidad de Estados confesionales existentes en pleno siglo XXI, aquellos en donde las instituciones y las leyes se identifican con los dogmas y fundamentos de una religión determinada, es decir, países de una supuesta mayoría musulmana, además del Estado de Israel o aquellas otras de una fuerte influencia política de religiones mayoritarias de origen cristiano, étnicas o de otra diversidad de espiritualidades, nos vamos a centrar ―básicamente― en lo que podríamos denominar como “occidente político”, con su diversidad de variables, ya que es ahí, en aquellos territorios (configurados como Estados-nación) que “bebieron” (en mayor o menor grado) de las fuentes de la Ilustración durante los siglos XVIII y XIX, donde en los últimos años no sólo no se avanza en derechos civiles, en libertades, en democracia participativa, en derechos de las mujeres, en compensación de las desigualdades y eliminación de la pobreza, en potenciación del pensamiento crítico y en los factores inclusivos de convivencia, sino que se galopa hacia el camino contrario, hacia el estancamiento, cuando no hacia la pérdida de derechos conquistados con mucho esfuerzo durante décadas. Y ello con la complicidad de influyentes corporaciones religiosas y de un capitalismo depredador insaciable que controlan los Parlamentos, los gobiernos de casi todo signo y color, los mass media más importantes y, desde hace unos años, utilizan las poderosas redes sociales, a través de las cuales se potencia el crecimiento de fundamentalismos ideológicos y fobias hacia lo diferente, configurando (directa o indirectamente) populismos de diferente signo, que utilizan los sofismas como el arma más eficaz para sus intereses y, a la vez, más letal.
Ello hace que crezcan los odios y los fundamentalismos, en la misma medida que decrecen los proyectos laicistas de convivencia. Se observa con mucha claridad en América latina, EEUU, Canadá, Europa Oriental y Occidental.
La llegada al poder de Trump o el poder omnipresente de Putin, dándoles papel preponderante al poder religioso y sus fundamentos, en ambos casos de origen cristiano, (católico, evangélico y ortodoxo), la islamización altamente preocupante de Turquía, la enorme catolización de repúblicas latinoamericanas, como Nicaragua, los ataques por parte de la jerarquía católica (con el papa Francisco a la cabeza) a Constituciones con principios laicos y leyes civiles en Méjico, Chile, Uruguay, etc., el desembarco masivo de pastores y dirigentes neopentecostales y de otras religiones evangélicas y étnicas en el Parlamento de Brasil, los posicionamientos religiosos ―con alta complicidad política― hacia una especie de multiconfesionalidad en países europeos de tradición no confesional o laicista con la finalidad de socavar derechos civiles, constituyen hechos muy relevantes que la ciudadanía, en general, no percibe, ni tampoco muchos de los dirigentes políticos, ya sean lo más veteranos o los más jóvenes.
Ese totum revolutum (religioso y político) muy hábilmente aderezado, en muchos casos utilizando sofisticados medios electromagnéticos (hasta cibersoldados) desde cualquier lugar del Planeta, es el caldo de cultivo para que no se hagan análisis rigurosos sobre la realidad social, en cada contexto y lugar, sobre el papel de las democracias, sobre cómo conservar y aumentar derechos civiles, sobre la convivencia y sobre la importancia de la laicidad, para contrarrestar muchos de los males que nos acucian.
Esta alarmante situación tiene como finalidad:
- Degradar (fundamentalmente ante los más jóvenes) los conceptos básicos de la democracia, aunque ésta sea formal e imperfecta; teniendo en la corrupción política e institucional un argumento de gran valor, para atacar la democracia y el concepto redistribuidor del Estado, es decir lo privado, frente a lo público… y, así consiguen echar a una parte de la sociedad (si puede ser a una mayoría) en brazos de supuestos “salvadores”, “patrioteros”, “redentores”…, proclamando la democracia como inservible o pregonando otras formas de gobernabilidad diferentes; algo que ya pasó a mediados del siglo XX en Europa.
- Meter miedo, con la finalidad de desactivar las reivindicaciones y la lucha de la ciudadanía por mejorar los derechos civiles, la libertad, las condiciones laborales, la redistribución de la renta…, es decir reivindicaciones ilustradas y laicistas, conduciéndolos así al terreno de combatir cuestiones dispersas que, al final, favorezcan al poder religioso y al gran capital, cuyo brazo armado es una nueva burguesía revestida con “pieles” varias.
En este escenario se prodigan novedosos y diferentes experimentos políticos en todo el arco ideológico, sobre todo en las dos últimas décadas. Algunos de esos experimentos se han convertido en disolventes del pensamiento crítico, del tejido social organizado, de las ideologías y hasta de los partidos en su concepto más clásico, de militancia y compromiso con la sociedad.
Ello está dando paso, en una gran cantidad de regiones, territorios y Estados europeos y de América latina, a potentes corrientes de corte neofascista y religiosas (en ocasiones ocultas), algunas muy bien incrustadas en partidos clásicos y, en otros casos, configurados como nuevas corrientes políticas, y todo bajo el paraguas de una de multi-confesionalidad política que combate, “por tierra más y aire”, proyectos laicistas de convivencia.
Los casos de Polonia, Austria, Hungría, Bélgica, Holanda, Alemania, Grecia, Italia y hasta Francia y, por supuesto, Turquía, con grupos neonazis y ultrarreligiosos varios en el poder legislativo y, en algunos casos, en el Gobierno, se unen al muy preocupante caso de Brasil y de otros países de Latinoamérica, en donde evangélicos y católicos pugnan por el poder político desde posiciones más o menos fundamentalistas, estando ya presentes ―muy activamente― en los tres poderes de los Estados y actuando sin complejos en contra de derechos civiles (conquistados con mucho esfuerzo) y contra la igualdad de género.
Estados americanos y europeos, con leyes y Constituciones más o menos laicas, ya desde el siglo XIX, que las están prostituyendo como consecuencia de una potente presión del Vaticano y de otra diversidad de corrientes evangélicas y sincrético-religiosas o “a la carta”, altamente integristas. A ello se suma la influencia política, cada vez más relevante, de diversas corrientes islamistas en Europa, algunas de ellas muy fundamentalistas.
El discurso del odio está envenenando la convivencia en muchos lugares de Europa. Un ejemplo claro es el PiS (Ley y Justicia) en Polonia, con mayoría absoluta en el Parlamento desde 2015, líderes evangélicos en Brasil o fundamentalistas y neonazis, con apoyos de hasta el 20 %, que hablan (por ejemplo) de que “los artistas deben ser fusilados” y sus apoyos, mayoritariamente, son de jóvenes de entre 25 y 30 años de edad.
Marchas neofascistas y xenófobas con lemas como “Queremos a Dios” que forman una verdadera red organizada que recorre Europa de norte a sur y de este a oeste y que cuenta con un fuerte apoyo juvenil.
Ese apoyo pudiera ser fruto de la desesperación de los jóvenes que no encuentran un trabajo o, cuando lo hacen, éste no es digno y sufren una doble explotación, o jóvenes hijos de inmigrantes marginados, o jóvenes que han abandonado la escuela prematuramente. Pero no siempre es así, no nos engañemos, entre esos grupos conexos, hay una parte ―muy considerable― de jóvenes que pertenecen a clases acomodadas y burguesas y que, generalmente, son los dirigentes de esos movimientos.
Y en este contexto, España: heredera de una Unidad Católica impuesta durante siglos a sangre y fuego, donde la Ilustración y la Reforma fueron reprimidas, con una Constitución (liberal) de 1812 que proclamaba una “España católica por los siglos de los siglos”, donde se restauró la monarquía borbónica en el siglo XIX… y hasta hoy. Con una dictadura fascista y nacionalcatólica que duró casi la mitad del siglo XX y cuya sombra, todavía, nos inunda en lo político y en lo religioso. Sin contar, claro, los diversos intentos ilustrados que surgieron en el siglo XIX y que “no llegaron a buen puerto” y el oasis de la II República, atacada brutalmente por la jerarquía católica y el fascismo internacional, con la pasividad de las democracias occidentales, como EE.UU., Gran Bretaña o Francia.
En medio de esa realidad, estamos inmersos en 40 años de democracia formal e imperfecta, donde se han alcanzado algunos derechos civiles al nivel de los países más avanzados del mundo, un alto nivel de infraestructuras, de servicios y de bienestar que hace 60 años eran impensables y una participación ―muy activa― en el contexto internacional, sobre todo europeo… Aunque no hemos conseguido algunos de los sueños que amplias capas de la ciudadanía teníamos antes y durante los años de la denominada como Transición (de la dictadura a la democracia), al menos los que pensábamos en una Ruptura.
La necesidad de alcanzar la democracia lo antes posible, un consenso quizá erróneamente planteado, miedos históricos muy fundados o consignas internacionalizadas dieron lugar a que se fuera incapaz de “romper” definitivamente con un pasado que todavía hoy nos inunda como, por ejemplo, la cuestión territorial que viene provocando graves problemas para la convivencia, un sistema político que no procura una adecuada redistribución de la riqueza y de la renta a nivel individual, colectivo y territorial, que no exista una separación (real) de poderes, que no haya un sistema electoral más proporcional a las decisiones de la ciudadanía, que no haya un equilibro (real) entre democracia representativa y participativa, una forma de jefatura de Estado hereditaria impuesta por el franquismo, un catolicismo institucional que continúa vigente a pesar de existir una enorme secularización de la sociedad, una “ley de Amnistía” que “tapaba” vergonzantemente los crímenes de lesa humanidad del franquismo…, además de mantener una estructura institucional que fomenta los innumerables casos de alta corrupción política que hoy son un peligroso caldo cultivo para el desarrollo de posiciones xenófobas y fundamentalistas.
Para terminar, estoy convencido de que un verdadero proyecto laicista de Estado es una muy buena vacuna contra todo ello, pero (en la actualidad) ni lo “ven” los y las políticas de centro izquierda (veteranos y noveles), mucho menos del centro derecha…, ni siquiera son conscientes de ello una parte importante de la sociedad, en especial los más jóvenes.
Por contra, se alienta una especie de multiconfesionalidad, promovida entre líderes religiosos y políticos de casi todo el arco ideológico; junto a ello, se da una privatización constante de los servicios públicos, como el bienestar social, la Sanidad y la Educación, de los cuales una parte importante recae en manos de las religiones y, especialmente, de la Iglesia católica. Con ello atesoran un enorme negocio mercantil y, básicamente, ideológico, que es el que de verdad les interesa.
Y así, con este panorama, los riesgos para el crecimiento de fundamentalismos ―desgraciadamente― se acrecientan.
Francisco Delgado, exdiputado (1977) y presidente de Europa Laica (2008-2017)
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